La
tibieza de la primavera de 1974 pega tímidamente.
El hombre ata sus botas, se
abotona su uniforme verde mientras escucha su marcha preferida que suena en la
radio. Se mira al espejo y toma coraje. Casi que no necesita hacerlo. Se
prepara para lo que está por venir. Se vuelve a mirar en el espejo y acomoda su
bigote como si eso cambiara algo. Toma su arma reglamentaria y la guarda en el
estuche del cinturón. Luce impecable.
Sabe que
lo esperan largas horas. Las mismas preguntas y las mismas escenas de siempre.
Los casos se repiten una y otra vez, casi a diario. A veces suele obtener
alguna información relevante que les sirva a sus superiores. Los gritos y los
llantos nunca lo conmueven, no siente piedad alguna por los enemigos. Orgulloso
de su labor, sirve a la patria. No cuestiona razones, obedece y cumple.
Los años
han pasado y hoy es un abuelo acusado por la justicia pero él no se
arrepiente de nada.
Nadie lo
va a delatar, existe un pacto y el honor es implacable entre los suyos. Más
tranquilo lo deja el silencio cómplice de los que otrora fueran el bando
enemigo.
Ni
siquiera lo conmueven las marchas ni los escraches contra su nombre, les resta
importancia. No se inmuta por las horas en el juzgado. Ha sido noticia por
varios días pero guarda silencio. En su familia saben que él no va a hablar. Sus
nietos más rebeldes, quisieran saber su versión pero ni se animan a preguntar.
No
importa el dolor de los familiares de las víctimas. Los desconoce. Para él son
gajes del oficio, pérdidas que iban a suceder, como en toda guerra.
Oculta y
reniega, sin ser consciente, porque nunca se lo permitió. Esa doctrina
miserable lo redime.
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